A
finales del pasado año, la FSGG realizó en 12 capitales españolas el
Seminario “Discriminación y Comunidad Gitana: propuestas de actuación”, en
los que se contó con la participación de destacados expertos en la
materia. En concreto, en el celebrado en Valladolid el 27 de noviembre,
Fernando Rey Martínez, profesor titular de Derecho Constitucional en la
Universidad de Valladolid, presentó la ponencia que reproducimos en esta
sección.
Una versión más completa de este artículo se encuentra pendiente de
publicación en la Revista de Derecho Político de la Universidad
Nacional de Educación a Distancia.
La terrible frase con que abre Miguel de Cervantes La
gitanilla (1613) refleja con sinceridad uno de los estereotipos que ya
desde antiguo han recaído en España sobre el pueblo gitano: “Parece que
los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones:
nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y,
finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y
la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables
que no se quitan sino con la muerte”.
Casi cuatrocientos años después, los estereotipos subsisten vigorosos y,
con ellos, como su estela natural, también los prejuicios y una honda y
arraigada discriminación social. El art. 14 de la Constitución prohíbe,
sin embargo, la discriminación por razón de raza y diversas normas del
ordenamiento internacional, laboral y penal, a las que más tarde se
prestará atención, vienen a completar el marco de la respuesta jurídica
contra la discriminación. Pero, a mi juicio, ni este marco es suficiente,
ni se ha reflexionado lo bastante sobre el significado y alcance de la
cláusula contra la discriminación racial del art. 14 CE. La escasez de
estudios doctrinales en este campo es significativa, como lo es también el
hecho de que se esté empezando a analizar pero sólo desde la perspectiva
de los inmigrantes de otras etnias que llegan a nuestro país, dejando en
la penumbra, nuevamente, a la minoría étnica española peor tratada, la
gitana. El presente estudio no pretende, obviamente, cubrir el déficit
académico, sino, tan sólo, proponer una posible interpretación del art. 14
CE y de la respuesta jurídica contra la discriminación racial. La
Directiva 2000/43/CE, de 29 de junio de 2000, relativa a la aplicación del
principio de igualdad de trato de las personas independientemente de su
origen racial o étnico,
cuyo plazo de transposición en los ordenamientos nacionales finaliza el 19
de julio de 2003 (art. 16), es una magnífica oportunidad para plantearse
otras estrategias, más incisivas y eficaces, de lucha contra la
discriminación.
Para ello se analizarán, en primer lugar, las peculiaridades de la
discriminación racial frente a las otras causas que prevé el art. 14 CE
(sexo, religión, ideología, nacimiento, etc.). En segundo término, y a la
luz de lo expuesto, se formularán algunas sugerencias estratégicas hacia
el futuro sobre la lucha contra la discriminación racial.
Pero
antes de pasar a abordar los problemas planteados, se impone una
aclaración propedéutica sobre cuál es el término más correcto para aludir
a este tipo de discriminaciones, si lo es “racial” o, más bien, “étnico”,
o si los dos son válidos. La cuestión no es baladí porque el lenguaje no
es neutro y, a menudo, contribuye a reforzar, o, por el contrario, a
debilitar, los estereotipos discriminatorios. Pues bien, el punto de
partida que hay que tener en cuenta para resolver este problema es un dato
de derecho positivo: la Constitución española se refiere, en su art. 14, a
la prohibición de discriminación por “raza”. El concepto “raza” es de
estirpe biológica y con él se alude a “caracteres constantes y
transmisibles, genéticamente determinados, que permiten diferenciar a unos
individuos de otros dentro de una especie animal”.
La elección de esta palabra por el constituyente español, influido por
diversos textos internacionales, como el art. 1 de la Carta de Naciones
Unidas (1945),
plantea, sin embargo, tres problemas de importancia.
El
primero reside en que, desde el punto de vista estrictamente científico,
hay acuerdo general acerca de que “en el género humano no existen razas en
términos estrictamente biológicos”.
Además, la subdivisión en razas “no expresa más que una parte muy escasa
de la diversidad genética propia de la especie humana”.
Puede plantearse, incluso, la sospecha de si la utilización de la
expresión “raza” en algunos textos jurídicos no estará evocando, en
ciertos casos, algo tan elemental como el color de la piel.
En ese supuesto, que no es inverosímil, el estatuto científico del
concepto “raza” alcanzaría su cota ínfima. Así que, en primer lugar y en
cualquier caso, la noción de “raza” carece de contenido científico fiable.
El
segundo problema es el peligro, históricamente contrastado, de derivar de
la (como se ha visto, incorrecta) cientificidad del concepto “raza”
cualquier tipo de ideología “racista”, esto es, la convicción de que una
raza determinada es biológicamente superior a las demás. A este hecho
alude, por ejemplo, el párrafo sexto de la exposición de motivos de la
Directiva 2000/43, antes citada, cuando afirma: “La Unión Europea rechaza
las teorías que tratan de establecer la existencia de las razas humanas.
El uso, en la presente Directiva, del término `origen racial´ no implica
el reconocimiento de dichas teorías”. En otras palabras, cuando se emplea
la palabra “raza” parece estar invocándose la presencia maligna del
“racismo”. “Raza” es, en gran medida, una palabra contaminada porque forma
parte del lenguaje acuñado por los distintos racismos, de modo eminente
por el nacionalsocialismo alemán, dadas su pretensión “científica” y,
sobre todo, las dimensiones de la tragedia derivada de tan funesta
ideología.
El
tercer problema, que guarda una íntima relación con el segundo, es que, en
realidad, como ha demostrado la derivación “racista” del pseudo-lenguaje
científico, en “raza” lo determinante no es el (presunto) hecho biológico
en sí, la existencia de razas, sino la construcción de una ideología
discriminatoria a partir de tal hecho. Por ello suele argumentarse en la
literatura que hubiera sido mucho más precisa la utilización en el texto
constitucional del término “etnia” o “grupo u origen étnico”, en el
sentido de grupo con cierta identidad cultural, que el de “raza”, pues
permitiría subrayar el carácter ideológico-político, más que “científico”,
de las discriminaciones racistas. Y es que existe un paralelismo entre las
expresiones “sexo” y “género” en el ámbito de la lucha contra la
discriminación de las mujeres, y el de “raza” y “grupo étnico” respecto de
la discriminación de gitanos, etc.
A
pesar de los problemas que rodean a la palabra “raza”, su uso es, según
creo, indeclinable, porque el lenguaje de la Constitución y de diversos
textos internacionales lo imponen, pero, además, existe otro motivo no
menor. La alusión a discriminaciones étnicas es demasiado general y poco
expresiva para caracterizar los ataques a la dignidad de aquellos miembros
de grupos o minorías que no sólo tienen una identidad cultural propia,
distinta a la mayoritaria y con la que puede entrar en conflicto en
ciertos casos, sino también ciertos rasgos morfológicos o físicos
diferenciales que, aunque no permiten sostener científicamente que se
trate de una raza autónoma, sí posibilitan agresiones específicamente
racistas, dada su alta y permanente visibilidad. Por ejemplo, no será
idéntica la discriminación que puedan sufrir algunos españoles dentro del
mismo territorio nacional, en determinados ambientes, debida a su
procedencia regional, pues no siempre se conocerá ese hecho, habrá otros
muchos convecinos que carecerán del prejuicio, etc. que la que pueda
recaer sobre una persona gitana en cualquier parte del país. En otras
palabras, mientras haya “racismo” en la sociedad será difícil prescindir
de la expresión “raza” para describir, precisamente, las agresiones más
incisivas de discriminación étnica. Y, por tanto, quizás pueda afirmarse
no tanto que discriminación “racial” y “étnica” son la misma cosa, siendo
más preciso el segundo término que el primero, sino más bien que, en
cierta medida, la relación es de género (discriminaciones étnicas) a
especie (discriminaciones raciales). En cualquier caso, y en el marco del
análisis efectuado, en este estudio se utilizarán de modo fungible las
expresiones “raza” y “etnia”, prefiriendo la primera para describir el
tipo de discriminación que afecta a los miembros de la minoría gitana.
Las peculiaridades de la discriminación
racial o étnica
Las
respuestas jurídicas contra las distintas discriminaciones sospechosas que
se albergan en el art. 14 CE (o puedan irse deduciendo, pues el art. 14 CE
es una cláusula abierta) han de ser necesariamente distintas, pues
diferentes son las situaciones en las que se encuentran los grupos
sociales en desventaja allí contemplados. Es preciso construir el derecho
anti-discriminación concreto desde las coordenadas de la situación fáctica
peculiar de cada grupo vulnerable. En este sentido, ¿qué peculiaridades
podrían descubrirse en relación con la discriminación étnica y, más
concretamente, respecto de la minoría gitana? En mi opinión, son
destacables tres ideas: (1ª) está muy arraigada en el tiempo y afecta a
numerosos espacios de la existencia; (2ª) es llamativa la esquizofrenia
que resulta de una abundante normativa protectora, sobre todo de carácter
internacional, coexistente con escasas decisiones judiciales en la materia
(algunas de ellas, como se verá, discutibles además) y, en general, con
escasos avances reales en la igualdad entre gitanos y no gitanos; (3ª) por
último, la discriminación racial es la más odiosa de todas por las razones
apuntadas y porque es estigmatizante.
La discriminación racial es de las más
arraigadas en el tiempo y de las más extensas respecto de los espacios
sociales a los que afecta.
Es
sabido que en España ha existido una historia secular de racismo
institucional y social contra los gitanos.
La realidad del pueblo gitano en España es la de una minoría que ha sido
perseguida sistemáticamente durante siglos por los poderes públicos y por
la mayoría no gitana de la sociedad. Sobre los gitanos siguen recayendo
estereotipos racistas y siguen sin tener acceso real y efectivo a bienes
sociales básicos como la educación, la vivienda, la salud, el empleo,
etc. en los mismos niveles que el resto de la población. Esta terca
realidad contrasta con la creciente producción normativa que pretende
luchar contra la discriminación hacia los gitanos, tema que constituye la
siguiente tesis que cumple analizar.
La relativa ineficacia del derecho vigente
contra la discriminación racial.
El
marco normativo contra la discriminación racial en España se encuentra
integrado por diversas normas, tanto de carácter internacional como
nacional. Existen, en efecto, sin aludir al Derecho Comunitario (lo que
merecería un capítulo aparte), diversos textos internacionales que
prohíben el racismo, ya sea declaraciones generales sobre derechos humanos
(art. 2.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 2.1 del
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 14 del Convenio
Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales), ya textos específicos (generales, como la Convención
internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación
racial, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 21 de
diciembre de 1965, o el Convenio nº 111 OIT, o regionales, como el
Convenio Marco núm. 157 del Consejo de Europa para la protección de las
minorías nacionales, ratificado por España el 1 de febrero de 1995).
La
normativa nacional sobre prohibición de discriminación racial la
encabezan, obviamente, los arts. 9.2
y 14
de la Constitución y tiene también manifestaciones en el orden penal y en
el laboral. Por lo que respecta al primero, con carácter general el art.
22.4 del Código Penal identifica la motivación racista como circunstancia
agravante de cualquier delito y, más específicamente, en el capítulo de
delitos relativos al ejercicio de los derechos fundamentales, se castigan
tres tipos de delitos por discriminación, racial entre otras, la
provocación a la discriminación (art. 510), la discriminación en los
servicios públicos (art. 511) y la discriminación profesional o
empresarial (art. 512). El cuadro se completa con el art. 314 que, en el
marco de los delitos contra los derechos de los trabajadores, sanciona,
con pena de prisión de seis meses a dos años, o multa de seis a doce
meses, a “los que produzcan una grave discriminación en el empleo, público
o privado, contra alguna persona por razón de su… pertenencia a una etnia,
raza o nación… y no restablezcan la situación de igualdad ante la Ley tras
requerimiento o sanción administrativa, reparando los daños económicos que
se hayan derivado”.
En
sede laboral, el art. 4.2.c) del Estatuto de los Trabajadores consagra el
derecho de los trabajadores a “no ser discriminados para el empleo, o una
vez empleado, por razones de… raza… dentro del Estado español”. El art.
17.1 ET veta las discriminaciones existentes en preceptos reglamentarios,
cláusulas de convenios colectivos, pactos individuales y decisiones
unilaterales del empresario. Como es sabido, este último precepto sanciona
las discriminaciones con la nulidad y consiguiente carencia de efectos del
acto o precepto en que la discriminación se funde. Cualquier
discriminación racial en las relaciones laborales puede atacarse por la
vía procesal de la tutela de la libertad sindical y demás derechos
fundamentales prevista en los arts. 175 y siguientes de la Ley de
Procedimiento Laboral. Por su parte, el art. 8.12 del R.D. Legislativo
5/2000, de 4 de agosto, sobre infracciones y sanciones en el orden social,
tipifica entre las infracciones muy graves del empresario las decisiones
unilaterales que impliquen discriminación.
La Ley
Orgánica 4/2000 sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y
su integración social también regula la prohibición de discriminación
racial de los extranjeros específicamente en el capítulo IV del Título I,
en el art. 23.
A este
marco normativo sucintamente descrito hay que añadir que desde 1988 se
puso en marcha el denominado Programa de Desarrollo Gitano con el objetivo
de fomentar la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos y
ciudadanas y, en cumplimiento de la Proposición no de Ley de 5 de octubre
de 1985 del Congreso de los Diputados, de llevar a cabo un plan de
intervención para el desarrollo social y la mejora de la calidad de vida
del pueblo gitano en España. Consecuentemente, desde 1989 se ha venido
consignando en los Presupuestos Generales del Estado una partida para
dicho Plan con el fin de financiar proyectos de intervención social
integral con comunidades gitanas, cuya gestión corresponde al Ministerio
de Trabajo y Asuntos Sociales. La colaboración con las Comunidades
Autónomas se lleva a cabo a través de la cofinanciación de estos proyectos
para lo cual, la Administración central ha suscrito numerosos
convenios-marco de colaboración. Por su parte, las Comunidades Autónomas,
con competencias constitucionales en la materia, han ido elaborando
programas y planes específicos para la promoción e integración de las
poblaciones gitanas residentes en sus respectivos territorios.
El
complejo normativo descrito no ha ido dando, sin embargo, los frutos
esperados. En este punto quizás convenga llamar la atención sobre el hecho
de que ni siquiera dicho entramado ha originado una jurisprudencia
especialmente interesante en cantidad, aunque sí en calidad, con las
objeciones que se apuntarán en su momento. En el ámbito de la jurisdicción
ordinaria, tan sólo he podido encontrar tres sentencias destacables.
a)
Primera, la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo
Contencioso-Administrativo, de 13 de enero de 1988. Esta decisión viene a
confirmar una anterior de instancia que declaraba la nulidad de varios
actos del Ayuntamiento de Madrid que habían segregado del resto urbano a
unas cuatrocientas chabolas (habitadas por unas tres mil personas, la
mayoría de etnia gitana), mediante “una zona rodeada por una franja o foso
infranqueable de tres metros de ancho por uno de profundidad y con una
sola salida permanentemente custodiada por efectivos de la Policía
Municipal”. La Sentencia estimó que se había conculcado el “principio de
igualdad consagrado en nuestra Constitución con las diversas actuaciones
administrativas, ya que se ha sometido a todos los habitantes de la zona
de chabolas pertenecientes a la etnia gitana… a unas medidas
discriminatorias de cerco, control, etc., so pretexto de prevención de
actividades delictivas…” Conducta ésta “discriminatoria, basada en
prejuicios, que la Constitución condena y prescribe y que se traduce,
además, en un desigual trato gravísimo para dicha comunidad, que incide en
su menor calidad de vida y escasísima alfabetización y mucho más agravado
por la crisis económica que el resto de la población española”. Conducta
“discriminatoria apoyada en la raza, sin justificación por ello”.
b)
Segunda, la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Penal, de 29 de
agosto de 1998, que confirma una Sentencia de la Audiencia Provincial de
Murcia que había condenado a un individuo, como autor de un delito contra
el ejercicio de los derechos fundamentales, a la pena de un año de
inhabilitación especial para el ejercicio de la profesión de compraventa
de vehículos en establecimiento abierto al público. El condenado se había
negado a vender un coche a la víctima alegando: “yo no vendo a morenos
como tú, ni a gitanos ni a moros”.
c)
Tercera, la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Sala de
lo Social, de 7 de noviembre de 2002. En instancia había recaído Sentencia
por la que se reconoció a la actora, de etnia gitana, una pensión de
viudedad por el fallecimiento de su consorte, con el que había contraído
en su día matrimonio por el rito gitano. El Instituto Nacional de la
Seguridad Social formuló recurso de suplicación y la Sala del TSJ lo
estimará, revocando la Sentencia de instancia. El TSJ argumenta que “no es
posible entender que haya existido discriminación alguna en la negativa
administrativa a reconocer la prestación solicitada cuando la entidad
gestora se ha limitado a dar cumplimiento a la legalidad vigente, conforme
a la que dicha forma de matrimonio no es una de las reconocidas por el
Estado”.
Estas
tres decisiones, sobre todo las dos primeras, que reaccionan contra
gruesas discriminaciones directas, no plantean mayores dificultades
interpretativas. El problema es, más bien, la escasez de Sentencias en
relación con las conductas sancionables que (cabe suponer) se cometen
habitualmente. Será difícil encontrar políticas de ghetto tan abiertas
como la que motivara la primera sentencia, así como racistas tan
elocuentes y sinceros como el delincuente del segundo caso. A esto hay que
añadir la paradoja de que las decisiones judiciales más importantes, las
del Tribunal Constitucional español y las del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos son, precisamente, las más opinables. En efecto, el leading-case
de la prohibición constitucional de discriminación racial en la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional es, hasta el momento, la
discutible Sentencia 13/2001, de 29 de enero, que resuelve desestimando un
recurso de amparo contra una actuación policial de requerimiento de
identificación a una mujer tan sólo por ser negra. La doctrina general
sobre la prohibición constitucional de discriminación racial y su
“carácter odioso” que se enuncia en su fundamento jurídico séptimo es
correcta. El Tribunal comienza recordando afirmaciones propias de otras
Sentencias: en la Sentencia 126/1986 calificó la discriminación racial
como “perversión jurídica”;
en la Sentencia 214/1991, resolviendo el famoso caso de Violeta Friedman,
rechazó que, bajo el manto protector de la libertad ideológica (art. 16
CE) o de la libertad de expresión (art. 20.1 CE), pudieran cobijarse
manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo,
pues, entre otras razones, es contraria a la dignidad humana (art. 10.1
CE);
y en la Sentencia 176/1995, afirmó que el mensaje racista está en
contradicción abierta con los principios de un sistema democrático de
convivencia pacífica. A continuación, la Sentencia 13/2001 distingue las
discriminaciones “directas” o “patentes” y las “encubiertas”, ambas
prohibidas, en cualquier caso, por la Constitución. Por cierto que, en
este punto, no se explica fácilmente (salvo, quizás, en un intento poco
exitoso de originalidad) por qué el Tribunal no utiliza el término más
preciso de discriminación “indirecta” (o de “impacto”, frente a las de
“resultado” o “directas”) en vez del de discriminación “encubierta” y por
qué se refiere a las discriminaciones directas como sinónimas de
“patentes”. Obsérvese que algunas discriminaciones directas son también
“encubiertas”, como ocurre, por ejemplo, en los casos de tratamientos
jurídicos paternalistas o falsamente protectores, casos en los que no es
fácil a priori determinar si se trata de discriminaciones directas (se
trata jurídicamente mejor a un grupo en algún sentido fácticamente peor
porque se le considera incapaz de protegerse por sí mismo, y por tanto, de
inferior valor social) o de genuinas y legítimas acciones positivas. Pero
el locus minoris resistentiae de la Sentencia es, sin duda, la aplicación
(o, acaso mejor dicho, inaplicación) de la doctrina general acuñada al
caso en examen. Porque el Tribunal asevera que “cuando los controles
policiales sirven a la finalidad del requerimiento de identificación (por
parte de los agentes de la autoridad, especialmente respecto de los
extranjeros) determinadas características físicas pueden ser tomadas en
consideración por ellos como razonablemente indiciarios del origen no
nacional de la persona que los reúne”. Aunque hay que tener en cuenta
también el lugar, momento y modo de tal requerimiento. En el caso no
habría habido discriminación “patente” porque no había una “orden o
instrucción específica de identificar a los individuos de una determinada
raza” y tampoco “encubierta” porque la actuación policial no fue
desconsiderada ni humillante, se produjo en un lugar de tránsito de
viajeros, etc. El criterio racial se utilizó “tan sólo” como “meramente
indicativo de una mayor probabilidad de que la interesada no fuera
española”.
Más
convincente me resulta, sin embargo, el Voto Particular emitido por D.
Julio González Campos. Se viola la prohibición de discriminación racial (art.
14 CE) y la dignidad humana (art. 10.1 CE) cuando se acepta la raza como
criterio apropiado para la “razonable selección” de las personas que
pueden ser sometidas a control de extranjería. Se afecta, además, “el
objeto de la integración de los extranjeros en la sociedad española” y se
puede producir el efecto perverso de una discriminación entre nacionales
por razón de la raza porque hay un número creciente de españoles con
apariencias diferentes. A mi juicio, la actuación policial, aunque no
tuviera un móvil discriminador, fue, en realidad, una discriminación
directa y además patente. La señora Williams Lecraft recibió un trato
distinto y perjudicial sólo en razón del color de su piel, como se
acredita en la Sentencia (sólo a ella, y había muchas otras personas,
entre ellas su esposo e hijo, en la estación de ferrocarril de Valladolid,
le fue exigida identificación por la policía nacional). La Sentencia
incurre, según creo, en una contradicción de fondo porque, por un lado,
afirma que no hay discriminación directa porque no había ninguna orden o
instrucción de identificar sólo a los individuos de una determinada raza
y, por otro lado, concluye que es lícito tener en cuenta exclusivamente el
color de la piel para efectuar un requerimiento policial de
identificación. Es decir, si no existía expresamente aquella orden,
después de su Sentencia, el Tribunal ha legitimado no ya la explícita
orden de requerir la identificación sólo a negros, etc., pero sí tal
posibilidad. La argumentación de la Sala se derivó, inconsistentemente,
hacia las discriminaciones “encubiertas”, confundiéndolas en cierta medida
con las discriminaciones “intencionadas” (parece que la policía no actuó
con móvil racista, pero ello no excusa por sí mismo el reproche
constitucional de la medida), mitigando la posible discriminación con
diversas atenuantes derivadas del modo formalmente correcto en que se
realizó. Todo ello parece ocultar que una persona fue tratada de modo
distinto y peor sólo por el color de su piel y, por tanto, fue víctima de
una patente discriminación directa, muy humillante por lo demás. El
peligroso mensaje que ha lanzado el Tribunal es que a los negros (pero
también a musulmanes, gitanos, etc.) se les puede tratar con una dosis
mayor de sospecha por los poderes públicos.
Las
cinco recientes Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre
expulsiones, por razones urbanísticas, de los terrenos propios ocupados
por caravanas de gitanos son aún más desalentadoras.
En el caso Coster, por ejemplo, el Tribunal consideró que la vida en
caravana forma parte integrante de la identidad gitana, ya que se inscribe
en su larga tradición de viajeros, incluso aunque se instalen durante
largos periodos en un mismo lugar a fin de, por ejemplo, facilitar la
educación de los hijos. Por ello el Tribunal constata que las decisiones
de los servicios de ordenación del territorio negando al demandante la
autorización de permanecer en el terreno de su propiedad con una caravana,
es una injerencia en el derecho al respeto de su vida privada y familiar.
La cuestión siguiente es determinar si está justificada o no, es decir, si
está prevista por la ley (lo que sucede), si persigue uno o varios fines
legítimos (en el caso también concurre en forma de protección del medio
ambiente) y si es necesaria en una sociedad democrática para alcanzar
tales fines. El Tribunal reconoce en este punto un cierto margen de
apreciación a las autoridades nacionales, que se encuentran en principio
mejor situadas que él para pronunciarse sobre la situación y las
necesidades locales. Y por ello, el Tribunal admite que “no está en
disposición de contestar el dictamen emitido por las autoridades
nacionales en este asunto, según el cual el uso particular de un terreno
suscita objeciones legítimas en materia de ordenación”. El Tribunal “no
puede ir a todos los lugares para apreciar el impacto de cierto proyecto
en una región dada en cuanto a la belleza del lugar, etc.” En
consecuencia, “en materia de políticas de ordenación territoriales, las
autoridades nacionales gozan en principio de un margen de apreciación
extenso”. Y aunque el Tribunal observa que “está creciendo un consenso
internacional en el seno de los Estados del Consejo de Europa para
reconocer las necesidades particulares de las minorías y la obligación de
proteger su seguridad, identidad y modo de vida…”, se confiesa “no
convencido de que dicho consenso sea suficientemente concreto como para
que se puedan obtener directrices en cuando al comportamiento o a las
normas que los Estados consideren como deseables en una situación dada...”
Y concreta esta afirmación respecto de la minoría gitana: “la
vulnerabilidad de los gitanos… implica conceder una atención especial a
sus necesidades y a su modo de vida propio”. El art. 8 del Convenio de
Roma “impone, por lo tanto, a los Estados la obligación positiva de
permitir a los gitanos continuar con su modo de vida”. En principio, “los
gitanos son libres de instalarse en cualquier emplazamiento para caravanas
que tengan licencia” y “no son tratados peor que cualquier no gitano que
desee vivir en una caravana”. Sin embargo, “se desprende que no se ha
llegado a suministrar un número adecuado de emplazamientos que los gitanos
encuentren aceptables y en los que puedan instalar legalmente sus
caravanas a un precio a su alcance”. Pero de aquí no se deriva la
obligación para el Reino Unido de “poner a disposición de la comunidad
gitana un número adecuado de emplazamientos debidamente equipados”. Por
ello, el Reino Unido no habría violado el art. 8 del Convenio.
La
Sentencia es acompañada por un Voto Particular suscrito por siete Jueces,
entre ellos J.A. Pastor Ridruejo, que sí consideran que se ha violado el
derecho a la vida privada y familiar del recurrente, pues “no se han
indicado otros lugares en la región que ofrezcan emplazamientos libres en
los que los demandantes hubieran podido instalarse”; por este motivo, la
medida de expulsión es desproporcionada. También en este caso me resulta
más consistente el voto disidente que la opinión mayoritaria. El Tribunal
no cree que lesione el derecho al respeto de la vida privada y familiar
la prohibición administrativa de instalarse con una caravana en una
parcela de titularidad propia en atención a que se estropea el paisaje. La
alternativa propuesta por el Estado era el hacinamiento de caravanas en
lugares especiales, lo cual, sea dicho de paso, recuerda a otras épocas
ominosas (en mi opinión, la política segregacionista es en sí misma
sospechosa de discriminación), pero ni siquiera está disponible para todos
los que la desean. De modo que el Tribunal reconoce que el asentamiento de
gitanos en caravanas está protegido por el art. 8 del Convenio de Roma,
pero ni invalida que se impida al recurrente hacerlo en su propiedad
(porque el Estado tiene un amplio margen de apreciación) ni halla
ilegítimo que tampoco pueda instalarse en algún lugar habilitado para ello
(porque eso sería tanto como convertir los derechos del art. 8 en derechos
de prestación). Resultado: el recurrente tiene un “derecho/fantasma”, un
derecho que no puede de ningún modo ejercer.
Se
puede concluir, por tanto, que los perfiles jurídicos de la discriminación
racial distan de estar claros en los casos críticos y que, en definitiva,
la desigualdad real y efectiva de la minoría gitana, pese a tanta
disposición jurídica en contrario, sigue siendo un hecho tozudo, casi
inconmovible, lo cual obliga a replantearse las estrategias jurídicas
contra la discriminación.
La discriminación racial es la más odiosa.
La
discriminación racial, escribe Ronald Dworkin, “expresa desprecio y es
profundamente injusta… es completamente destructora de las vidas de sus
víctimas… no les priva simplemente de alguna oportunidad abierta a otros,
sino que les daña en casi todos los proyectos y esperanzas que puedan
concebir”.
Fernando Villarreal y Daniel Wagman han analizado minuciosamente las
“dinámicas de la discriminación racial”.
En la antesala de la práctica discriminatoria subyace siempre un prejuicio
que se basa en un estereotipo negativo. Un estereotipo es “la atribución a
un grupo de los rasgos y responsabilidades de acciones de personas
concretas”.
No siempre es negativo, como cuando se dice que “los italianos son
divertidos” o “los japoneses muy trabajadores”. Pero los estereotipos que
recaen sobre los gitanos son particularmente negativos: los gitanos serían
ladrones, violentos, conflictivos, peligrosos, seres antisociales,
criminales, vagos, depredadores de servicios sociales pagados por todos.
Incluso los rasgos positivos que se les atribuyen, como el de su amor
hacia la libertad y su dominio del arte flamenco, ni son tan positivos,
sino ambiguos, pues pueden también leerse en negativo (vagabundos y
juerguistas incapaces de trabajar), ni vienen normalmente sino a
“legitimar el corpus de estereotipos negativos”.
Los estereotipos contra los gitanos están muy arraigados y extendidos y,
en consecuencia, provocan un serio rechazo social hacia ellos, a la vez
que dificultan una mínima comunicación para poder debilitarlos. Se
fundamentan, además, en una imagen de los gitanos como grupo social
homogéneo, lo cual es rigurosamente falso. Por otro lado, los estereotipos
negativos o prejuicios “proceden de la creencia, consciente o no,
explícita o no, de la superioridad de la cultura mayoritaria”.
En los prejuicios sociales contra la minoría gitana, suelen operar, según
los autores citados, fenómenos como “las profecías que se autocumplen”,
“la negación de la existencia de la discriminación”,
“la culpabilización de la víctima”,
“la construcción de categorías grupales formalmente no étnicas”
y de “chivos expiatorios”.
Villarreal y Wagman identifican como “barreras estructurales” la “falta de
capacidad de los gitanos para hacerse oír”, la carencia “de espacios de
contacto y diálogo entre gitanos y no gitanos” y la “segregación para
evitar conflictos”.
Analizar las analogías y diferencias entre la discriminación sexual y la
racial también proporciona pruebas de la mayor gravedad o severidad de
esta última y su distinta motivación,
como sostiene, por ejemplo, Kathleen M. Sullivan.
Esta autora observa cómo, en los Estados Unidos, el derecho de igual
protección de las mujeres se ha ido construyendo a partir de la
prohibición de discriminación racial. De un lado, “el sexo es como la
raza”, “visible y generalmente un rasgo inmutable que ha sido utilizado
para estereotipar y clasificar, sin atender al mérito individual, en
ámbitos que afectan a los beneficios públicos y al orden social de los
particulares (educación, empleo, propiedad, etc.).
Pero, por otro lado, esta analogía está sujeta a ciertas “crisis”, porque
“el sexo difiere de la raza de modo importante en muchos aspectos… si los
jueces deben mostrar una solicitud especial por las `minorías aisladas y
sin voz´, debería objetarse que las mujeres ni están aisladas, ni carecen
de voz ni son minoría”.
La
discriminación racial es la más odiosa de todas no sólo porque, como
ocurre con los gitanos, afecta a los grupos sociales peor valorados por el
resto de la población, sino también porque, de un lado, (a) estigmatiza a
sus víctimas y, de otro, porque (b) se vierte sobre “minorías aisladas y
sin voz”.
a) En
el derecho antidiscriminatorio, la teoría del estigma procede de Kenneth
L. Karst.
Para este autor, el corazón de la idea de igualdad es el derecho de igual
ciudadanía, que garantiza a cada individuo el derecho a ser tratado por la
sociedad como un miembro respetado, responsable y participante. Enunciado
de modo negativo, el derecho de igual ciudadanía prohíbe a la sociedad
tratar a un individuo como un miembro de una casta inferior o dependiente
o como un no-participante. En otras palabras, el derecho de igual
ciudadanía protege contra la degradación o imposición de un estigma, que
es la actitud con la que “los normales”, “la mayoría” miran a aquellos que
son diferentes. Citando a Goffman, Karst afirmará: “la persona víctima de
un estigma no es del todo humano”. No todas las desigualdades
estigmatizan. Los efectos del estigma recaen sobre las víctimas, dañando
su autoestima, de modo que la mayoría llegan a aceptar como “naturales”
las desigualdades perjudiciales que reciben, pero también recaen sobre
toda la sociedad, que llega a elaborar una ideología del estigma para
justificarlo.
Me parece fuera de toda duda
que la minoría gitana encaja a la perfección en la categoría de “casta”
víctima de un “estigma”. Esto determina, en mi opinión, que el derecho
contra la discriminación racial pueda ser (y deba ser) más incisivo que en
otro tipo de discriminaciones.
b)
Pero, además, los gitanos son, en sentido estricto, “una minoría aislada y
sin voz” en el proceso político. Como se sabe, la doctrina de las
“discrete and insular minorities” fue acuñada por el Tribunal Supremo
norteamericano en la cuarta nota de pie de página de la Sentencia Carolene
Products v. U.S., de 1938 (ponente: Stone) y ha sido formulada
teóricamente por John H. Ely.
Según esta teoría, la prohibición constitucional de discriminación
concierne principalmente a la protección judicial de aquellos grupos
minoritarios que son incapaces de defenderse en la arena política a causa
de su privación de derechos o por sufrir estereotipos negativos. También
desde este punto de vista se refuerza la idea de que el derecho contra la
discriminación racial ha de ser particularmente serio e incisivo.
Por lo
que se refiere concretamente al marco constitucional, entiendo que la
prohibición de discriminación racial del art. 14 CE comprende la
prohibición de discriminaciones directas (cualquier trato jurídico
diferente y peor en atención a la raza), la prohibición de
discriminaciones indirectas (un trato jurídico diferenciado en razón de un
criterio formalmente neutro, pero que impacta adversamente sobre los
miembros de la minoría racial), el mandato de acciones positivas (tratos
jurídicos favorables a aquéllos que fácticamente están en desventaja) y la
licitud, bajo ciertas condiciones, de las discriminaciones positivas
(reserva de cuotas o de plazas en listas electorales, empleo público o
privado, etc.). Todos estos conceptos han sido examinados por quien esto
escribe en bastantes estudios anteriores. Permítaseme, por ello, la
remisión a tales textos y a la bibliografía que allí se acompaña.
La interpretación que cabe realizar de la prohibición de discriminación
racial es semejante a la que he formulado respecto de la prohibición de
discriminación sexual, con la salvedad de que, por las peculiaridades de
aquélla, el margen para las discriminaciones positivas es mucho mayor.
Entiendo, en efecto, que, bajo ciertas condiciones,
sería compatible con la Constitución (otra cosa es el debate sobre su
oportunidad) el establecimiento de cuotas o plazas reservadas en el acceso
a listas electorales, en el acceso y promoción dentro del empleo público y
privado, etc. En cualquier caso, como ocurre con la lucha por la igualdad
entre mujeres y hombres, me parece que las medidas más efectivas serían
los planes de acciones positivas impulsados y monitorizados por organismos
públicos especializados.
Conclusión: es necesaria una nueva
estrategia de lucha jurídica contra la discriminación racial.
La
Directiva 43/2000 obliga, como se sabe, a introducir algunas
modificaciones en nuestra legislación. Así, por ejemplo, y como ha puesto
de manifiesto la Fundación Secretariado General Gitano, una de las
principales organizaciones no gubernamentales que trabajan en este campo,
será necesario introducir las categorías de “discriminación indirecta”
(que es de acuñación jurisprudencial –Sentencia del Tribunal
Constitucional 145/1991– y sólo ha sido plasmada legislativamente en la
legislación de extranjería),
de “acoso”, la inversión de la carga de la prueba por discriminación
racial, etc. Pero sobre todo es la constitución del “organismo responsable
de la promoción de la igualdad de trato entre todas las personas sin
discriminación por motivo de su origen racial o étnico”, así como la
elaboración de planes de acciones positivas concretas y con suficiente
financiación, las dos vías principales para avanzar significativamente en
el campo de la igualdad étnica. A mi juicio, el modelo de promoción de tal
igualdad que debería implantarse, con las adaptaciones necesarias, es uno
que ha mostrado en relativamente pocos años una gran eficacia en nuestro
país: el modelo de promoción de la igualdad entre mujeres y hombres. Así
como en Estados Unidos se ha construido el derecho contra la
discriminación sexual a partir de la prohibición de discriminación racial,
en España correspondería recorrer justo el camino contrario, construir el
derecho contra la discriminación racial a partir del elaborado para luchar
contra la discriminación hacia las mujeres. Ésa es también la tendencia en
el Derecho de la Unión Europea.
De
modo que ese “organismo” podría ser un organismo público, dependiente de
la administración,
semejante a los que en la actualidad promueven la igualdad de
oportunidades entre mujeres y hombres, tanto en el ámbito estatal, como en
los autonómicos y locales (en los municipios donde hubiera una presencia
significativa de población gitana). Las tres administraciones
territoriales están llamadas a colaborar entre sí y también con la
iniciativa social, con los interlocutores sociales, a los que la Directiva
otorga un papel importante, sobre todo en el campo de la negociación
colectiva, y con las organizaciones de todo tipo que prestan servicios en
este campo. La idea de transversalidad, esto es, de consideración del
impacto sobre las minorías étnicas de cualquier política pública, debería
presidir todo el proceso. Por supuesto, debe fomentarse el asociacionismo
gitano y también las sociedades “mixtas”, compuestas por gitanos y no
gitanos, que fomenten el diálogo e intercambio de ideas y experiencias. La
promoción de la igualdad debe huir de cualquier forma de paternalismo o
asistencialismo. La minoría gitana también habrá de asumir sus
responsabilidades.
Uno de
los problemas principales del abordaje actual de la discriminación racial
es que usualmente se reduce a ser tan sólo un capítulo de los servicios
sociales a personas en situación de exclusión social en general.
Evidentemente, hay que plantearse cómo solucionar los problemas de los
gitanos que se hallen en tales situaciones,
pero con ello ni se llega a todos los gitanos ni se destruye el corazón
simbólico de los estereotipos. Por eso, la estrategia tiene que ir más
allá, atacando las bases ideológicas, culturales y fácticas de la
discriminación. En consecuencia, han de ser fundamentales los capítulos de
educación, empleo, vivienda, medios de comunicación y promoción de la
cultura gitana y de la participación social y política. La minoría gitana
tiene que dejar de ser socialmente invisible. Hacen falta más estudios
sobre la situación del pueblo gitano porque apenas se conoce nada de él
con certeza. Es preciso realizar periódicos recuentos étnicos para
determinar la ausencia (o, por el contrario, una concentración indeseable)
de miembros de la minoría en distintos ámbitos sociales. Hay que insistir
en las tareas de sensibilización a la opinión pública.
Todas
las áreas citadas (educación, cultura, empleo, salud, vivienda,
participación y asociacionismo, colectivos de gitanos con problemática
específica, imagen y medios de comunicación, etc.) podrían componer los
planes de igualdad de oportunidades entre gitanos y no gitanos, con sus
correspondientes acciones positivas, evaluadas periódicamente. El
organismo de igualdad sería el responsable último, aunque no el único, de
que el plan se ejecutara.
La
igualdad étnica es un bien para las minorías aisladas y sin voz, pero
también para la sociedad en su conjunto porque será una sociedad más justa
y dispondrá de una mayor diversidad cultural.